Fragmento de El olvido.- Primera parte

Novela: El olvido

Por Juan Manuel Rodríguez Caamaño

Parte 1

Creí haber olvidado para siempre la seda de su piel, pero caminaba entre una informal ruta formada por frondosos rosales cuando me percaté de mi craso error. Una rama hizo palanca con la fuerza de mi brazo y un caudal de espinas ralló mi espalda provocándome un inmenso dolor, seguido de una rosa estrellándose en mi rostro, desprendiendo suaves pétalos que tocaron mis mejillas y mi barbilla. Las ralladuras de las espinas fueron menos dolorosas que las lágrimas escurriendo por mis ojos, porque en una noche de primavera vi desaparecer su silueta caminando sobre una calle de infaustos recuerdos. Fue tan extraño volver a sentirla en la tersura de los pétalos de esa rosa, que mi mente evocaba aceleradamente infinidad de imágenes, una tras otra, de los momentos junto a ella. Si hubiera evitado ese espinoso camino, mi cuerpo no estaría estremeciéndose en cada sensación provocada por recordar sus labios en los míos.

Y más aún, cuando esa tersura solo era comparada con la suavidad de sus mejillas o de su entrepierna. Lo sabía a la perfección: había estado cientos de veces en ese lugar. Regresé caminando a casa. Los aromas de la vegetación, en ese hermoso parque, me hacían sonreír de forma perenne.

Por instantes, no quería alejarme de ahí; sin embargo, no podía seguir embelesándome y sufrir otra vez por no tenerla. El ambiente que se respiraba en el parque fue un abrupto golpe de regreso a la realidad. De inmediato, el olor a combustible quemado, cigarro y asfalto, aunado al bullicio de los automotores, las voces y el choque de los zapatos contra el suelo de los peatones, volvió todo a una normalidad muy vacía.

Una vez más estaba solo en el mundo, entre cientos de personas circulando diariamente cerca de mi persona. A veces golpeando mi pecho accidentalmente por el inmenso tráfico y mi descuido al caminar. En ocasiones he sido insultado por esa torpeza mía al andar. También algunas personas han quemado mi brazo, accidentalmente, con la punta de sus cigarros. Esa es mi rutina diaria: caminar desde los primeros rayos del sol quemando mis pestañas hasta que la noche cubre el cielo.

Camino de extremo a extremo de la isla, pasando por la orilla del mar hasta atravesar algunos edificios y vuelvo al límite de este pequeño pedazo de tierra.

Me emborracho del grial de la brisa para no pensar. Miro el horizonte azulado llegar a su fin con el cielo y la puesta del sol. Escucho música para relajarme y bebo el licor tradicional de cacahuate, y hasta he intentado tocar a alguien más, pero no he tenido éxito. He practicado esa rutina de mantener ocupados todos mis sentidos para alejarme del perfume combinado con tu sudor, engañar a mis papilas gustativas, con sabores fuertes para disolver el veneno delicioso inoculado por tus labios en los míos. Hipnotizar mi mente clavando mi vista en los paisajes más hermosos del atardecer.

Juan Manuel Rodríguez Caamaño, escritor veracruzano.

Devorar los golpes violentos del bajo y de la batería para aturdirme con la música a grandes decibeles, para no escuchar tu voz que a diario llega hasta la isla. En varias ocasiones he besado otros labios y la piel de otras mujeres hasta quedar a centímetros de llegar al fondo de su cuerpo, pero en ese instante aparece el tuyo en mi pensamiento y el placer, la satisfacción y la esperanza terminan. Por eso, en el último mes, decidí dejar de lado la parte carnal y avocarme a lo más profundo, lo que había entrado a mi mente para no salir jamás.

Y, sin embargo, el día que estaba seguro de poder estar con alguien más, sucedió ese atroz accidente. La suavidad de los pétalos desenterró todos tus recuerdos. Y mi terapia personal en este lugar se fue por ese canal que conduce al mar para perderse y no regresar más.

Pensé que no tenía razón alguna para seguir en este lugar. A donde fuera, su sombra me perseguiría por doquier. Molesto, hice mis maletas y me preparé para regresar a la ciudad más cercana, la que estaba en la costa, donde nací y conocí a ella.

Zarpé en un barco antiguo. La travesía era más tardada, pero tenía tiempo para meditar por horas, con la mirada perdida en la inmensidad del mar. Por instantes, me daba miedo regresar al lugar donde nací y a donde ella llegó años después. No debí haberme marchado, era mi casa. Siete años había pasado en el destierro y probablemente ya nadie se acordaba de mí. Me fui cuando era un veinteañero, con grandes sueños e ilusiones, creía en el amor eterno, como el mío hacia ella, y regresé diez años después, cuando comienza a brotar la madurez, a entenderse a golpes que nada ni nadie es para siempre. Cuando se aprende a ser más fuerte precisamente de los errores de la juventud.

Siempre ha sido mi fascinación el mar, en cualquier latitud o tono de los millones que se forman en los continentes por la variedad de rocas, plantas y componentes formados por siglos.

Por eso, viajar en esa antigua embarcación evocaba las historias de aquellos siglos, cuando un caballero iba en busca de su prometida. En esta ocasión solo añoraba paz y tranquilidad. Resuelto a volver a empezar, la soledad quizás era una ventaja. El no tener a ningún ser querido en el mundo hacía mas fácil una vida sedentaria en busca de la felicidad. Tenía la esperanza de volver a mi ciudad. No debía huir a ningún otro sitio, aunque estuviera siempre latente la posibilidad de encontrarla accidentalmente, pero esta vez decidí afrontarlo y superarlo.

Mi ciudad seguía siendo un pueblo inmenso, donde aún salían a beber café en las terrazas de sus casas, mientras sentían la brisa del mar, y se saludaban unos a otros, aun sin conocerse. Todavía no se hacían adictos a dispositivos móviles. En ocasiones ni señal había y eso pasaba desapercibido para los pobladores. Pero, para mí, sí era medianamente importante el internet, para supervisar los negocios que heredé de mis padres. Gozaba de la fortuna de haber tenido dos profesionistas exitosos en casa.

Alquilé un cuarto en un hotel cercano a la playa, que parecía de paso por lo descuidado, sin embargo, tenía un espacio ideal para ejercer mi pasión: la jardinería. Siempre quise sembrar las rosas que algún día adornarían mi balcón y el de ella, y ahora tenía el tiempo para hacerlo.

El primer mes solo salí a la calle a comprar los insumos necesarios para sembrar, y pasaba horas jugando entre la tierra a ser el creador de un hermoso jardín, ensuciándome la ropa y desgastando mis manos para sentirme alguien útil.

Imaginaba que todo ese esfuerzo, en un par de años, cambiaría la fisonomía del lugar. Ahí podría acostarme en una hamaca para sentir la suave brisa del mar, mientras bebía café caliente en el invierno y cerveza helada en el verano.

Al menos pude sonreír en varias ocasiones visualizándome en el futuro. La imaginaba feliz formando una familia y yo de simple espectador.

 Por un instante logré dejar salir ese orgullo que había perdido después de que se marchó y pensé para mis adentros:

“No nací el día en que te conocí

Antes de ti, mi mundo ya había girado muchas veces alrededor del sol

Mis ojos ya habían observado las maravillas del planeta

Antes de ti, ya era grande

Y como lo fui, puedo serlo infinidad de veces.

Y si algún día te encontrara casualmente estoy seguro

Estarás más triste tú de haberme perdido

Que yo por no ser quien te llevó al altar”.

Fanfarroneaba, exageradamente, cuando el agua helada del dispensador de agua instalado en el jardín comenzó a empapar mi camisa y corrí al interior. Ni estando solo dejaba de avasallarme. Cuando trataba de minimizarla, aparecía el destino y me daba una bofetada, como esa mojada que aunado al clima húmedo de esa tarde me provocó un fuerte resfriado y que me mandó a la cama un par de días bebiendo todo tipo de infusiones.

En un mes estaba casi construida una fortaleza verde. Crecerían hermosas plantas y flores alrededor de toda la casa y, de acuerdo con mis cálculos, algunas trepadoras alcanzarían el techo. Las plantas eran mi pasión, al igual que los animales para muchas otras personas, salvo que mi amor por ellas no sólo era estético o afectivo, sino también científico, ya que purifican el aire, son seres vivos, enriquecen el suelo, dan sombra y muchos otros beneficios. La mejor compañía del hombre, para mí, no era un animal. Quien dijo eso estaba más errado que los veganos, que no comen carne para no lastimar animales. En ese caso no deberíamos hacerlo tampoco con las plantas porque son más indispensables. También tienen vida y sienten. ¡Bah! Asunto de pensamientos radicales.

Comenzaba el verano y las temperaturas por encima de los cuarenta grados obligaban a salir a tomar la brisa del mar, para dejar de sentir el cuerpo hirviendo por los inmisericordes rayos del sol.

Fue un bálsamo pasar el día entero recostado en la arena. Me sentía relajado, pero un poco deshidratado. Seguramente al día siguiente sentiría en la piel los estragos de estar expuesto al sol, lo cual no me preocupaba, ya que tenía muchos remedios naturales en casa para mitigar los daños. Que se preocupen los blancos porque la piel se les quema y se arrugan más rápido, pero para los morenos o prietos, como yo, era una leve caricia.

Me encantaba toda esa vida alrededor de la playa. Ahí pasé gran parte de mi juventud. Todavía existía la palapa donde llegábamos por las tardes, después de salir de la universidad, para admirar las olas y platicar como grandes amigos. Escurría en sudor y se me antojó tanto una cerveza artesanal que hacía alusión al mítico Dios Quetzalcóatl.

Me senté en la barra con unos bancos hechos con troncos de roble y cubiertos de palma de coco. Pedí el tarro más grande y lo bebí como si fuera agua para hidratarme e iniciar el camino de regreso a casa. Sentí un alivio cuando esa deliciosa bebida se deslizaba por la cañería de mi cuerpo y al mismo tiempo la brisa golpeaba mi rostro.

Me levanté satisfecho dejando el dinero de la cuenta sobre la barra y emprendí el camino rumbo a la salida de aquel histórico lugar, al menos para mí.

Los rayos del sol me parecían débiles comparados con esa intensa luz golpeando mis pupilas, aunque solo fue un instante, ni siquiera fijamente, pero fue motivo para sentirme ínfimo en el mundo que siempre quise vivir. Fui demasiado ingenuo al pensar que me reconocería al primer instante, como si yo fuera alguien que llamara la atención. Fui un idiota al pensar en su mirada clavándose en la mía, como si mis kilos de más, las canas y la caída del cabello a través de estos años, fueran rápidas de identificar. También apenas y pude reconocerla. Me paré frente a su mesa rodeada de varias amigas para que pudiera identificarme. Pensé sería más distante y más fría. Creí poder decepcionarme de ella al no sentir lo mismo que sentía hace siete años. Estaba aún impactado por encontrarla ahí, más estando ella casada y probablemente con una linda familia para convivir y no estar divirtiéndose en estos lugares para jovenes o solteros abandonados como yo. Se levantó de inmediato de la silla, se dirigió hacia mí para saludarme efusivamente y comenzar a despedirse de sus amigas, ya que al parecer tenía otro compromiso. A cada paso que se me acercaba, mi corazón comenzaba a latir con una rapidez nunca antes experimentada.

– Años sin saber nada de ti. Desapareciste de la faz de la tierra- me dijo y yo solo asentí con la cabeza. No sabía qué decir: estaba demasiado nervioso de tenerla frente a mí, con su mano derecha posada sobre mi pecho-. Mira ya me tengo que ir. Mi marido me espera en casa.

Sus palabras las sentí como una puñalada en el pecho y máxime que esa noche dormiría abrazada de él y yo solo en una esquina de mi cama.

-Pero en otra ocasión que coincidamos me cuentas qué ha sido de tu vida en estos años y nos ponemos al día. ¿Okey? – me dijo para sacarme de mis tristes reflexiones.

– Okey. Cuídate, linda noche- le contesté como autómata. No podía pensar en nada y menos expresar algo. Me despedí de ella y cuando iba a salir del lugar volteó a verme y se regresó, me guiñó un ojo sonriendo y dulcemente me soltó:

-¡No! No puedo esperar hasta volverte a encontrar para saber de ti. Así que sentémonos quince minutos para que me adelantes algo.

Enseguida me tomó de la mano y nos dirigimos a una mesa para dos personas, justo al lado de donde se encontraban sus amigas, lo cual me pareció lógico: una mujer casada no debe despertar sospechas.

Pensé en solo pasar unos minutos agradables con ella y cerrar aquel círculo, pero, ¡maldita sea!, la vi más hermosa que nunca y ojalá solo fuera su belleza, su mirada me volvía inexplicablemente débil, como aquella vez cuando su sonrisa hizo que jamás añorara otra cosa más que besarla. Pensé que al volver a verla podría resaltar sus defectos y alejarla de mis pensamientos, pero lo único que alejé de mi cabeza fue el mundo, porque solo me concentré en ella y en las inmensas ganas de abrazarla y apretarla fuerte, ya que no solo me hipnotizaba su mirada y endulzaba su sonrisa, sino que me asfixiaba ver sus piernas y su delicado cuerpo tan cerca. No sé si hice bien o mal en acceder a sentarme con ella a conversar ese día, solo sé que me di cuenta que no podría olvidarla jamás.

– ¿Qué pasa? ¿Estás muy distraído? ¿Te molesta algo? -me preguntó.

 ¿Que si me molestaba algo?, me contesté en mi interior. Pues claro que sí, me molesta que no vivas conmigo. Sin duda ella notó mi torpeza al derramar un poco de la cerveza que había pedido para conversar unos instantes. Mi falta de concentración derivaba por su penetrante mirada sobre mis ojos. Su mirada insoslayable me intimidaba sobremanera. Era dueña del tiempo y del espacio.

– No es nada, solo me sorprendió mucho encontrarte- apenas y alcancé a decirle con las manos temblorosas jugando con el salero de la mesa.

– A mí más. No he sabido nada de ti en casi una década. Cuéntame, ¿dónde te has metido?, ¿vives aún en la ciudad?, ¿te casaste?, ¿tienes hijos?, ¿continúas con el negocio de consultoría?

 Su interés me hacía sentir importante, pero tantas interrogantes colapsaban mi mente y no sabía qué responder. Ella bebió un poco de un martini que había ordenado cuando recién nos sentamos a la mesa y recordé sus labios recorriendo cada parte de mi piel, sin pudor alguno.

– Me fui a vivir a la isla- le dije y ella me miró extrañada-. Vivo solo, no me he casado y no tengo hijos.

Me faltó valor para decirle que solo quería tener hijos con ella. Y en mi fantasía pensé que ella sintió lo mismo porque por primera vez vi tambalear su seguridad, ya que la sentí titubear cuando dejó su copa en la mesa totalmente vulnerada a la metralla de mis pupilas.

– ¿A la isla? ¡No puedo creerlo! Ese lugar no es para vivir- me dijo bromeando conmigo-. ¿Quién puede ser feliz en ese lugar?

Y tenía razón: yo no era feliz ahí, pero al menos no sufría ese fuego lacerante por no tenerla.

– Quería probar algo diferente, nuevos aires- le respondí mientras bebía un trago largo de la cerveza artesanal, sin dejar de ver sus labios humedecidos por la bebida. No sabía cuándo más volvería a verlos, así que debía aprovechar.

– ¿Algo diferente? Mejor hubieras cometido un delito e ir a la cárcel. Estarías en un lugar mucho mejor que la isla.

Sus bromas me robaron una carcajada, como nadie lo hacía en años.

– La isla tiene lo suyo. Es un buen lugar para meditar y reflexionar. Ahí me liberé de mis problemas.

– ¿Y cuáles problemas querías liberarte? – me cuestionó.

Ante tal pregunta, debí contestarle: “tú. Realmente tú has sido mi adorable problema en todo este tiempo”. Pero no tuve las agallas, de nueva cuenta, para decirle lo que me carcomía.

– Cosas sin importancia, mejor cuéntame, ¿cómo te va en tu vida de casada?  – opté por decirle.

Antes de contestarme, miró su reloj, preocupada, de seguro debía ir a ver a su marido o llevar a sus hijos, en caso de que los tuviera, a algún evento deportivo o artístico. Era fin de semana y probablemente tenía muchas opciones más importantes que estar sentada conmigo en un bar.

– Es una muy larga historia, por eso te dije hace rato que no nos bastarían solo quince minutos para platicar. Tenemos muchos detalles para contar. Así que tendremos que agendarnos para la próxima semana y contarte largo y tendido.

Ella guardó sus llaves y pidió la cuenta, pero me negué a que ella pagara, así que tomó sus cosas y solo alcanzó a resumirme siete años en casi igual número de palabras:

– Mi vida de casada va muy bien.

En ese momento sentí como la fuerza de mi cuerpo se desvanecía y ella se acercó para darme un beso en la mejilla y despedirse.

-Tenías razón, ese tipo era un asco; así que me divorcié de él a los once meses, pero hace un año volví a casarme y vivo una mi vida mucho más feliz y tranquila. Espero puedas conocerlo ahora que ya estás viviendo otra vez aquí para contarte cómo lo conocí y me propuso matrimonio: fue una locura.

Por mi parte, solo asentía en automático con la cabeza, y levanté mi mano en señal de despedida mientras se alejaba hasta perderse por la puerta de salida del lugar.

– ¡Señor! ¡Señor! ¡Disculpe! ¿Le pasa algo? – apenas y escuchaba al mesero del lugar preocupado porque yo estaba inmóvil y con la mirada perdida. Me pesaba todo el cuerpo que hasta lo sentía pegado al asiento.

– No, gracias- le dije con la voz entrecortada por el nudo en la garganta tras esa revelación. Apenas podía hablar- Tráigame la cuenta por favor.

Ya puedes leer mi nueva novela, “El Olvido”. Gracias por descargarla, compartirla con tus contactos y poner una reseña.

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Aquì la puedes termina de leer

Publicado por Juan Manuel Rodríguez Caamaño

Soy originario de Coatzacoalcos, Veracruz, y desde el año 2015 me dedico a la publicación formal de cuentos y novelas. Aquí estaré compartiendo cuentos completos y fragmentos de mis novelas que publico en Amazon.

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